NEL DIAGO: O viceversa: teatro cine. No es novedad, lo hemos visto en multitud de espectáculos; digo, esa imbricación de lo cinematográfico en la escena viva, ese uso del vídeo en directo acoplado a la representación teatral. Pero el modo en que José Martret y Pedro Ayose, los responsables de la puesta en escena, proponen aquí el juego dramático, actuado y filmado en paralelo, sí supone todo un desafío, para los intérpretes y también para los receptores. Así, vemos que el escenario está dividido en dos partes: la inferior, que representa diversos espacios dramáticos y donde apreciamos la actuación en vivo, y la superior, que es una pantalla sobre la que se proyecta, en blanco y negro, las acciones que tienen lugar en la parte baja. Todo ello implica que los actores (Joan Solé, Teo Planell y la propia Ana Rujas) deben ser conscientes de esa duplicación y ampliación de gestualidad y movimientos. Es decir: el teatro y su doble (en lo kinésico y visual, no en lo sonoro), que determina que nuestra contemplación fluctúe yendo de la escena a la pantalla, de los cuerpos en acción a su reflejo en las imágenes grabadas en directo por la cámara de Alicia Aguirre (es de señalar: su presencia constante, una vez aceptado el código, se diluye y no merma el accionar de los personajes). En cualquier caso, el “invento” no debe hacernos olvidar lo sustancial de este relato que nos habla de temas sensibles, desde una perspectiva femenina: el amor y su opuesto, el desamor; el deseo y su extinción; la vida compartida y la soledad impuesta. Podría decirse que el personaje que encarna Ana Rujas (me es imposible afirmar hasta qué punto es autobiográfico, ya que no he leído el texto original del que parte, que quizá sea más bien autoficción) se mueve (disculpen que recurra a la paráfrasis de la gran novela de César Simón) entre un aburrimiento y un amor clandestino.