ANNA ENGUIX: Hace poco más de una semana, llamémosla Claudia, experimentó lo que Hilary Leichter
bautizó como una “resaca de zorra”. El término, popularizado en el ámbito hispano gracias
Ana Pacheco y Andrea Gumes en el célebre podcast Ciberlocutorio, describe con precisión
quirúrgica esa punzada de culpa que se instala la mañana después de una fiesta, cuando
alguien se descubre culpable de haber hablado más de la cuenta. En su caso, la infracción
superó con creces el simple “hablar de más”: desde Ámsterdam, y bajo el auspicio turbio del
alcohol y la euforia, marcó el número del chico que le gustaba y, sin previo aviso, le declaró un
amor que pretendía eterno (entre muchas otras cosas, claro). WhatsApp se convirtió entonces
en el pequeño púlpito confesional de Claudia. Escribía y escribía como si con cada mensaje
pudiera cincelar la historia que anhelaba vivir; para luego, horas más tarde, con el pulso
tembloroso y la vergüenza encendida, borrar uno a uno aquellos textos, intentando salvarse de
la humillación de releerlos cada vez que desbloqueaba el teléfono. En su defensa —y con la
complicidad que da la hermandad— contaba con el respaldo unánime de su grupo de amigas,
grupo en el que me encontraba yo, compartiendo con ella una filosofía de vida tan irrebatible
como imprudente. Podeis imaginaros el dramatismo que se desplegó al amanecer. La resaca
física no fue sino el telón de fondo de un tormento más íntimo: el de sentirse demasiado
intensa.

Esas mismas amigas —nosotras— le recordábamos, casi como un mantra, que no debía
disculparse bajo ningún concepto. No hubo violencia, no hubo acoso; tan solo una cascada de
mensajes almibarados capaces de ahuyentar a cualquier hombre con un mínimo instinto de
conservación. Aun así, Claudia permaneció tendida en la cama del hotel, mirando el techo
como si allí pudiera descifrar una estrategia, esperando que él apareciera en línea para
ofrecerle una explicación —o quizá una coartada sentimental— que justificara sus excesos
verbales. Pero entonces la asaltó la pregunta incómoda: ¿hasta qué punto una debe justificarse
por actos que, en el fondo, no son más que gestos desbordados de afecto? ¿En qué momento
el entusiasmo se convierte en delito social?
De inmediato le obligamos a pensar en Jessica, la protagonista de la nueva serie de Lena
Dunham, Too Much (Netflix, 2025). Interpretada por la deslumbrante Megan Stalter, Jessica
encarna con feroz naturalidad la definición de “demasiado”: demasiado dramática, demasiado
ruidosa, demasiado gorda, demasiado extravagante. Vive en la frontera del exceso como si
fuera territorio propio. Llama a su madre o a su hermana en plena crisis existencial, derrama el
corazón a la menor provocación, se enciende con la rapidez de una cerilla y se apaga con la
misma brusquedad, sin pedir perdón por el incendio. Lo notable es que la serie no la somete al
habitual viacrucis de redención. No hay aquí una trama que la empuje a encajar en moldes
preestablecidos o a disciplinar su exuberancia para volverse “aceptable”. La historia avanza por
otros derroteros, y por fortuna. Dunham ejecuta una suerte de asesinato simbólico de esa
metamorfosis complaciente que en Grease obligaba a Sandy a enfundarse en leggins de nylon,
rizarse el pelo y fingir un vicio para merecer amor. Jessica, en cambio, termina la serie como la empieza: envuelta en un abrigo de plumas desproporcionado, con el mismo descaro y la misma
insolencia con que pronunció su primera línea. Inalterada.
En definitiva, como bien escribí en un post de Substack sobre la verborrea —o yapping—,
veinticinco años de vida me habían enseñado algo: una solo debe pedir perdón cuando hay,
efectivamente, algo que perdonar. La tan temida —y tantas veces malinterpretada—
verborragia había venido siempre acompañada, en su caso, de un desparpajo luminoso, de una
elocuencia que jamás había rozado la frialdad estratégica que ambas sabemos detectar, con
asombrosa claridad, en otras personas. Lo suyo, en el caso de Claudia, era esencialmente, una
ilusión feroz por casi todo lo que la rodeaba; una vitalidad insaciable que se manifestaba, sobre
todo, en la necesidad de compartir. Como la definió una vez alguien a quien quería
profundamente, era algo así como un golden retriever jubiloso y verborrágico. Aunque, siendo
justos, probablemente encajara mejor en la categoría husky: de esos que protagonizan vídeos
virales, aúllan más de la cuenta y hacen de la exageración su lenguaje natural. Y quizá no haya
nada más triste que traicionar esa naturaleza —o cualquier otra— para resultar más digerible a
los ojos de alguien. Porque fingir mesura, contener la risa, callar una declaración o templar un
arrebato, solo para agradar, no hace más que sembrar una incomodidad que tarde o temprano
brotará, junto con esas virtudes —ansiadas u odiadas— que la definían. Quien quisiera de
verdad a Claudia, ya fuera el chico del otro lado de la pantalla en Ámsterdam o cualquier otro
que apareciera en el futuro, no huiría ante una confesión intempestiva ni ante un mensaje
excesivo: entendería que formaban parte del mismo impulso que la hacía querer así, con tanta
fuerza.
Seguid enviando mensajes y acumulando vuestras “resacas de zorra”: la culpa quizá se quede,
pero también se quedará la gente que de verdad importa.

