GERARDO LEÓN: Estaba yo pensando en escribirles este mes sobre otras cosas cuando va y recibimos la noticia de la muerte del actor Robert Redford a la edad de 89 años. Y claro, tratándose de quien se trataba, algo había que decir. No haremos aquí el clásico recorrido a su carrera que estos días ya encontramos en los miles de artículos que se han publicado y se publicarán a lo largo y ancho del planeta. Me parece más interesante centrarnos en aquello que creo que hemos perdido con su fallecimiento.

Con el deceso de Redford se ha ido, antes que nada, una manera muy concreta de entender la interpretación. ¿Era Robert Redford el gran actor que siempre hemos reconocido? Pensando en otros intérpretes con los que compartió cartelera, Redford no era un Peter O’Toole, por ejemplo. Tampoco era un Marlon Brando y, si me preguntan, en la eterna comparación con su dos veces partenaire, Paul Newman, siempre preferí a este último sobre el recién fallecido. En cierto modo, Redford nunca me pereció uno de esos actores que encarnan un papel, sino de los que se llevan el
papel a su terreno, de tal forma que, siendo siempre el mismo, lograba que creyéramos que era un mismo diferente cada vez. Una tradición dentro del cine americano que entroncaba con la generación anterior de grandes estrellas como Cary Grant o James Stewart, lo cual no le desmerece en nada, pues ejemplificaba una manera de actuar que era una garantía para levantar con dignidad cualquier relato. Es difícil encontrar hoy en día este tipo de actores. Quizá Tom Hanks pueda jugar en esta liga, difícil de hallarlos ya en las generaciones más jóvenes.
Con Redford se ha ido también una manera de entender su profesión que estaba unida, por propio compromiso, a una forma de entender también una industria que, aun mirando a la taquilla, no descuidaba todavía la calidad de las historias que contaba. Por supuesto que, como en toda carrera, el historial de Redford tiene altibajos, pero hasta el último momento (y quitando su última intervención en el universo Marvel; sí, hasta él se dejó seducir por esa patata), supo mantener a este respecto un cierto nivel, ahí están sus colaboraciones con J.C. Chandor o su última película con David Lowery.
Un cine que prácticamente ha desaparecido de la industria estadounidense contemporánea, entregada al mero espectáculo, donde los guiones han quedado en un segundo plano (y no, por mucho que se insista, la televisión no lo ha sustituido) apartando la idea de un arte como vehículo para narrar historias que sondeaban las oquedades y el lado más luminoso, es decir, las contradicciones del alma humana con un mínimo de rigor intelectual (y político), ya fuera en un melodrama intimista, una comedia, como en una pieza de género. Hoy el cine estadounidense sigue imponiéndose en las salas comerciales de todo occidente, pero, salvo unos pocos casos, ha perdido aquella mirada precisa sobre lo humano que sedujo a generaciones, devorado por el negocio deslumbrante de la digitalización. Cine que, abrumado ante la apabullante irrupción de otras formas de entretenimiento, se acabó traicionado a sí mismo, perdiendo la batalla que aspiraba a ganar. Hoy las cinematografías que vienen de Asia han adelantado al Hollywood que Redford representaba en este terreno y, si siguen imponiendo sus productos, lo hace a base de controlar y ahogar los canales de distribución.
Pero, mirando ahora hacia el público, con Redford, con sus películas, se ha ido, sobre todo, una manera de entender la cinefilia muy particular. Una forma de mirar el cine con candor, pero sin perder de vista que no les dieran gato por liebre. Un tipo de actor con el que se producía una identificación tal que podía condicionar, incluso, estilos de vida. Un tipo de actor que personificaba a sujetos que transmitían una especie de verdad que uno entendía porque, de alguna manera, conectaba con esa otra verdad de la vida del espectador, bien empujándolo hacia una modernidad aspiracional, como modelo, bien porque representaban conflictos y dilemas que, de alguna forma, vinculaba a su propia experiencia. Hoy ese cine ha desaparecido.
O sea que, sí, Redford se ha ido. Ya verán qué disgusto se va a llevar mi madre cuando se lo cuente.


