PAU VERGARA: Cada verano, como las olas que rompen en la orilla, vuelve una pregunta esencial a nuestras vidas: ¿por qué nos encanta ver tiburones comiéndose gente en la pantalla? ¿Qué tiene este pez gigante, que no existe en ninguna playa donde realmente nos bañamos, pero que habita todos nuestros miedos cinematográficos?
Desde que Spielberg nos enseñó en 1975 que el verdadero terror se esconde bajo la superficie, el tiburón se convirtió en icono pop, monstruo moderno y metáfora ambulante (bueno, nadante). Y lo más fascinante es que no hemos parado de reinventarlo, degradarlo, adorarlo y reírnos con él. Lo llamamos sharksploitation, pero en realidad hablamos de un reflejo de nosotros mismos.
El tiburón como mito
En la vida real, el tiburón blanco es un animal imponente pero discreto. No suele atacar humanos. A menudo muere atrapado en redes. Pero en el cine… es una leyenda. Una silueta con música propia. Un símbolo de amenaza invisible. En Jaws, lo que daba miedo no era el tiburón, sino lo que no podíamos ver. Spielberg lo entendió perfectamente: el mar como escenario del miedo primitivo.
Desde entonces, el tiburón dejó de ser un simple animal para convertirse en una criatura mitológica del siglo XX, como el dragón o el kraken, pero con dientes más científicos y el encanto brutal de lo real.

El delirio post-Jaws
Después del éxito brutal de Jaws, vinieron las secuelas, cada vez más absurdas, y los imitadores de serie B, C y hasta Z. Pero el fenómeno no se quedó en los 80. En 1999 se rueda Deep Blue sea, de Renny Harlin, la que para mi es una de mis películas de escualos favoritas y de la que luego beberán muchas otras películas del subgénero de terror como Megalodón.

En pleno siglo XXI, cuando ya creíamos haberlo visto todo, llegó Sharknado (2013) y cambió las reglas del juego. No solo era ridícula a propósito, sino que celebraba su idiotez con orgullo. Y lo mejor: funcionó.
Desde entonces, el tiburón ya no necesita agua, ni lógica, ni justificación. Puede volar, poseer cuerpos, ser invocado por una ouija o formar parte de un ritual satánico. El sharksploitation se volvió una categoría en sí misma, con películas que nacen sabiendo que serán malas… pero deliciosamente malas. Como la comida rápida emocional que solo apetece en verano.

¿Por qué funciona?
Porque el tiburón es el monstruo ideal: silencioso, elegante, ajeno a la culpa, imposible de razonar. No es como los vampiros o los zombis: el tiburón no quiere seducirte ni contagiarte. Solo quiere comerte. Representa ese terror directo, animal, que nos recuerda que el ser humano sigue sin controlar del todo la naturaleza.
Además, en un mundo saturado de supervillanos CGI y tramas multiversales, hay algo refrescante en ver una historia sencilla: gente en peligro + tiburón cabreado = entretenimiento puro. Da igual si estamos en una jaula bajo el mar, en una playa paradisíaca, en una nave espacial o en medio de un tornado: si hay tiburón, hay plan.
Entre la risa y el respeto
Pero no todo es cachondeo. Algunas películas recientes, como The Shallows (2016), aquí llamada Infierno Azul, de Jaume Collet-Serra (con una Blake Lively en modo náufraga sexy y sangrante) o 47 metros (claustrofobia submarina + oxígeno escaso + tiburones hambrientos) han intentado devolver al género una cierta tensión y respeto.


Y luego está Megalodon, que junta a Jason Statham con un megalodón prehistórico, porque por qué no. No es una obra maestra, pero sí un ejemplo de cómo el tiburón sigue adaptándose al lenguaje del espectáculo contemporáneo. Incluso en el cine serio, el tiburón aparece como símbolo de amenaza en documentales, series y thrillers ecológicos. Está en todas partes.
El sharksploitation como ritual estival
Al final, ver cine de tiburones en verano es casi un ritual. Como ponerse aftersun, jugar a las palas o comerse un helado a medio derretir. Nos conecta con ese miedo infantil a lo que no vemos. Nos hace reír, gritar, saltar en el sofá. Y sobre todo, nos recuerda que, aunque el mundo sea un caos, siempre podremos contar con un tiburón gigante para unirnos en comunidad, aunque sea en el grito compartido del “¡Corre, imbécil, que te va a comer!”.
Así que este verano, deja las pretensiones a un lado, métete en la piscina más cercana (sin mirar abajo), y celebra con orgullo el retorno anual del sharksploitation. Porque el cine no siempre tiene que ser profundo… a veces basta con que tenga colmillos y venga directo hacia ti.