La protagonista de la película se retuerce de dolor y delira en el suelo. Lo sabemos por su expresión, sus gestos, sus movimientos, sus contorsiones. Se trata de una poderosa secuencia de Saint Maud, la ópera prima de Rose Glass, estrenada la pasada semana en salas de España, después de su estreno en la pasada edición del festival de Toronto y pasar por el de Londres y el de Sitges de este año.
La película está ambientada en un pueblo de la costa del Reino Unido, húmedo y gris, y narra la historia de Maud, una joven enfermera que, tras un trauma oscuro se convierte en devota de la fe cristiana. Los conflictos ya presentes en su vida estallan cuando empieza a trabajar para Amanda, una bailarina retirada que se está muriendo de cáncer, pues su fe le inspira la obsesiva convicción de que debe salvar el alma de su paciente por encima de todo, a costa de lo que sea, incluso de sí misma.
A mi parecer, se trata de una ópera primera sugestiva y perturbadora por diversas razones. En una interesante entrevista a propósito de su estreno, la propia directora decía que le interesaba “la idea de plantear una película cuya relación central tuviera lugar dentro de la cabeza de alguien” (cito textualmente). Desde este planteamiento, uno de sus aciertos es la elección del punto de vista y el modo como lo expresa a través de las posibilidades del lenguaje cinematográfico. La película está narrada desde la propia voz y visión de la protagonista (una magnífica Morfydd Clark en un papel difícil de sostener), desde su mirada torcida y obcecada, desde la manera como ella percibe la realidad. A través de la filmación de sus comportamientos y expresiones y de los espacios en los que transcurre la acción -sórdidos y también de una siniestra y turbadora elegancia-, Glass consigue adentrarnos en la atmósfera de pesadilla en la que esta se encuentra atrapada, llevarnos allí donde únicamente la ficción puede ir, a su consciencia e intimidad, a las profundidades de su corazón desgarrado y su mente trastornada, a sus figuraciones, delirios, obsesiones, sueños, tormentos y miedos, a sus pulsiones de vida y muerte. Como suele suceder en ciertas películas, en ocasiones las imágenes dicen más que las mismas palabras, pues a través de ellas, de la oscuridad que reflejan, Glass conforma ese monólogo interior de la protagonista llevado al límite que mueve todo el relato y así provoca emociones que van más allá del miedo y del horror explícito (sin renunciar a él), que tienen que ver con las sensaciones de peligro acechante, de desconcierto, incertidumbre, violencia -física y emocional- y tensión latente a cada secuencia.
Los diálogos son escasos pero precisos, pues además de reforzar esas sensaciones de desasosiego y angustia que recorren la película, en ciertos momentos aciertan insinuando todo su trasfondo, la soledad y la perturbación insondables que sufre la protagonista. A través de las imágenes, la iluminación, los tonos, los espacios, los sonidos y silencios, del juego con el terror explícito y el implícito, Glass cuenta el misterio sin explicarlo, pues es una película que trata más de lo que no sabemos que de lo que sabemos, del lado en sombras de las personas y del mundo. Una de sus grandes virtudes es el modo potente y visceral como consigue expresar lo psicológico a través de lo físico, del lenguaje gestual y corporal de los personajes, y así sugiere más que dice, deja que el espectador llene sus lagunas. Al principio, durante un tiempo, la cámara filma la imagen que Maud transmite a los demás, lo que nosotros veríamos de ella si la conociésemos, un chica aparentemente dulce, inocente y agradable, pero que a su vez transmite una sensación de amenaza desconocida, de esconder ciertos secretos, para luego adentrarnos en su cabeza, y así mostrar la ambigüedad y las contrariedades que hay en las personas, la inquietante división entre el mundo interior -confuso y turbio- y el exterior, lo que mostramos a los otros.
Sin esconder sus influencias (Saint Maud puede recordar a referentes diversos -no solamente del cine de terror-, desde Polanski o Nicolas Roeg a Bergman), Rose Glass conforma una película vigorosa y de una sensibilidad turbadora, tanto en su apuesta formal como conceptual, un viaje tenebroso y perdurable desde el cuerpo a la mente. Pues además de dejarnos imágenes difíciles de olvidar, deja enigmas y posibilidades abiertas, nos lleva a reflexionar acerca de asuntos complejos y sombríos como el dolor, el deseo, la locura, las relaciones de poder o la conexión entre la vida y la muerte, o por lo menos así me ocurre mí.