PEDRO URIS. Gustav Möller es un cineasta sueco que nos sorprendió con su relativamente tardío debut en el largometraje, «The guilty» (2018), un thriller prácticamente rodado en un solo escenario —el despacho del policía que trata de atender por teléfono a la (supuesta) víctima de un secuestro—, que conoció un remake norteamericano tres años más tarde. Tras una serie de trabajos para la televisión, realiza este segundo largometraje, «Condenados» (2024), en el que sigue dejando constancia de su talento.
Se trata de nuevo de un relato claustrofóbico —la primera imagen de la película, con la protagonista que se queda sola en el ascensor, ya nos avisa de la intenciones del relato— y no tanto por el escenario elegido, una prisión, que también, sino, sobre todo, por la celda interior en la que vive la protagonista, una funcionaria de prisiones empática y atenta con los reclusos a su cargo. Ese interior del personaje es el que mueve el relato —los pasos del guion clásico están determinados por motivaciones íntimas del personaje: el primer punto de giro, el punto medio y, un tanto más complicado de ajustar, el segundo punto de giro— y también el que crea la intriga, ya que la protagonista miente en sus declaraciones y será el espectador el que descubrirá la verdad en alguna escena posterior. En este apartado la película es una auténtica obra de orfebrería al respecto.
La realidad física de la prisión está perfectamente atendida —sin duda a partir de un buen trabajo de documentación— con una puesta en escena tan poderosa como creíble, algo nada fácil en algunas de las circunstancias extremas que plantea la película, y con algún personaje meramente instrumental, el jefe del módulo de máxima seguridad, que está tan perfectamente descrito que, actor incluido, te quedas con ganas de una película para él solo. Pero esta película no va de esto, la cárcel es solo un paisaje, puede que el más conveniente, puede que imprescindible incluso, pero solo eso. La película es un relato sobre la culpa y la redención tan complejo como desencantado.
La culpa que arrastra la protagonista —una excelente Sidse Babett Knudsen, una actriz danesa a la que los aficionados a las series recordarán por su participación en la aclamada «Borgen»— solo la conoce ella hasta que, avanzada la película, también la comparte el espectador. Y nadie más, porque ella sigue mintiendo en la estupenda escena con el sacerdote de la prisión. Una culpa que intenta redimir con otra redención imposible, la del peligroso recluso con el que tiene poderosas cuentas personales (el móvil de evitar la denuncia del recluso creo, opinión personal, que funciona como la «excusa» que ella misma se pone). Salvarse ella salvando al otro, pero ese castillo de naipes no se puede sostener y se viene abajo en la escena en el domicilio del recluso. No queda ninguna tabla a la que aferrarse porque como afirma su jefe en la frase que cierra la película: Hay personas que no pueden salvarse. Ella es una de esas personas.


