COCOLISO: LOS LECTORES que hayan permanecido en València durante el mes de agosto se habrán dado cuenta de la insoportable presencia masiva de turistas que deambulan por el centro de la ciudad. Antes de las vacaciones de agosto era difícil sentarte en una terraza del centro y tomarte un café tranquilo. Andar por las calle se asemeja a recorrer una carrera de obstáculos. Y todo irá a peor este otoño. La Comunitat Valenciana va a batir record de turistas. Pero nada es inocuo.
LA MASIFICACIÓN del turismo se parece a una fiesta desbordada, una que comienza con risas y promesas, pero pronto se convierte en un estruendo que ahoga el latido de la ciudad. Las aceras se vuelven ríos de suciedad, el aire, denso por la contaminación, se vuelve difícil de respirar. Las infraestructuras, pensadas para acoger a una población constante, sufren la presión de una marea humana imprevista, y se resquebrajan lentamente como los muros de una casa vieja que ya no puede con tantos invitados.
LOS BARRIOS se transforman, las caras cambian. Los residentes, aquellos que llenaban las calles con sus conversaciones cotidianas, se ven desplazados por la gentrificación, esa suerte de ola invisible que sube los precios de las viviendas y los empuja fuera de sus hogares. Las familias se despiden de los balcones desde los que una vez saludaron a sus vecinos, marchándose a lugares más asequibles, más lejanos. Así, los centros históricos, antaño llenos de vida local, se vuelven postales vacías, escenarios sin actores auténticos donde solo los turistas actúan.
EL PATRIMONIO cultural de la ciudad, ese que se alzó con orgullo para contar su historia, ahora se ve sometido a un desgaste constante. Las piedras antiguas de los monumentos (como la Lonja) se erosionan bajo el roce diario de manos curiosas, las fachadas se ensucian con el humo de los autobuses turísticos, y los interiores sagrados de iglesias y museos se llenan de voces que reverberan en el vacío. Los edificios históricos, convertidos en meros escenarios de selfie, pierden su solemnidad, su peso; su esencia se diluye en la necesidad de adaptarse a un turismo que solo busca una foto más.
LOS HOSPITALES, los cuerpos de policía, los servicios de emergencia… todos se ven desbordados por los recortes del inquilino de la Generalitat. La ciudad, en su esfuerzo por atender a todos, termina por no atender bien a nadie. Los residentes locales encuentran que su espera en las salas de urgencias es más larga, que las respuestas a sus llamados de ayuda son más lentas. En la saturación, los sueños de los ciudadanos comunes se vuelven pequeños, casi insignificantes, comparados con las expectativas de los visitantes que llegan buscando una experiencia que valga el precio de un billete de avión.
LOS AVIONES aterrizan y despegan como si fueran mosquitos en un atardecer de verano. Los cruceros, verdaderas ciudades flotantes, vierten su carga humana en los puertos. El aire se vuelve espeso, lleno de partículas invisibles que se pegan a la piel y a los pulmones. Los ríos se enturbian con desechos, y los parques pierden su verdor por el paso constante de pies que no conocen el descanso. La ciudad, que alguna vez respiró con tranquilidad, siente ahora el peso de una contaminación que no pidió, como si sus pulmones mismos se llenaran de humo.
LAS CALLES que un día fueron escenario de festividades locales, ahora parecen más un parque temático que una ciudad viva. Las danzas tradicionales, las canciones, los mercados de barrio, todo se ha convertido en espectáculo, en mercadería. Lo que antes era un intercambio genuino entre generaciones se reduce ahora a una transacción comercial.
EL TURISMO, ese gigante de las economías modernas, suele prometer riqueza para todos, pero en su masificación, entrega su promesa a unos pocos. Las grandes cadenas hoteleras y los restaurantes de franquicia absorben la mayor parte de los ingresos, mientras que los habitantes de la ciudad se quedan con trabajos precarios, salarios bajos y una economía local desvirtuada. Las calles se llenan de tiendas de recuerdos y restaurantes diseñados para el gusto internacional, dejando poco espacio para la autenticidad o la diversidad.
EN LA PASADA legislatura, Ximo Puig se negó a aprobar la tasa turística. La patronal HOSBEC, liderada por la actual consellera de Turismo (PP), Nuria Montes, decía que eso quitaba competitividad al sector. Seguidamente subieron los precios un 32%. Y ahora vuelven a subirlos un 10%. En 2024 la tasa turística habría recaudado 190 millones de euros, según Compromís. El PSPV deberá repensar el modelo turístico y ofrecer alternativas que no sean “más de lo mismo”, si quiere volver algún día a la Generalitat
LA CIUDAD, que una vez recibió a los viajeros con los brazos abiertos, empieza a resentir su llegada. Surgen movimientos de resistencia, voces que claman por un turismo más responsable, más respetuoso, menos masivo. Los graffitis de “Tourists go home” en las paredes de los edificios se convierten en el eco de un sentimiento que crece: el deseo de recuperar la tranquilidad, de volver a escuchar las risas de los niños locales en los parques, de sentir que la ciudad pertenece a quienes la habitan, no solo a quienes la visitan.
EN ESTE MUNDO en constante movimiento, donde las ciudades parecen competir por atraer a más y más visitantes, es fundamental recordar que una ciudad no es un simple destino, sino un hogar, un espacio vivo que merece ser cuidado y respetado, tanto por quienes la habitan como por quienes solo pasan por ella.
TASA TURÍSTICA, ¡Ya! Por favor.