PAU VERGARA: En la madrugada gris de un agosto que parece teñido de nostalgia, el cine mundial ha perdido a uno de sus últimos mitos vivientes. Alain Delon, el actor que encarnó como pocos la belleza en su forma más perturbadora, ha dejado este mundo, cerrando los ojos a una época que él mismo definió con su elegancia distante, su magnetismo feroz y una mirada donde se mezclaban, en igual medida, la melancolía y el peligro.
Alain Delon no fue simplemente una estrella de cine; fue una enigmática presencia que trascendió las pantallas. Con su muerte se apaga un símbolo de una era dorada del cine europeo, cuando las películas se filmaban con humo de cigarrillos y sombras alargadas, y los hombres llevaban los corazones rotos con la misma naturalidad con la que ajustaban los puños de sus camisas. Delon, siempre impecablemente vestido y con el aura de alguien que podría destrozarte con una palabra o un silencio, encarnó como nadie la figura del antihéroe. Sus personajes, que caminaban por la fina línea entre la moralidad y el abismo, representaban una complejidad que solo él podía expresar sin decir una palabra de más.
Nacido en 1935 en un suburbio de París, Delon encontró en la pantalla el lugar donde su existencia encontró sentido y grandeza. El cineasta René Clément lo consagró en A pleno sol (1960), donde su interpretación de Tom Ripley lo reveló como una figura que desafiaría las convenciones del héroe cinematográfico tradicional. Era el asesino elegante, el ladrón que fascinaba tanto como aterrorizaba, el amante inalcanzable cuya frialdad solo incrementaba su atractivo. Con él, la belleza se tornaba peligrosa, y el carisma era la máscara de una tragedia interior insondable.
Pero sería su colaboración con Luchino Visconti la que le otorgaría una dimensión casi mítica. En El gatopardo (1963), Delon se transformó en Tancredi, ese joven aristócrata que baila entre las ruinas de una nobleza en decadencia, con una ligereza que oculta una visión cínica y desencantada del mundo. En ese vals interminable con Claudia Cardinale, la cámara no solo capturaba la belleza física de Delon, sino el alma de un actor que comprendía el dolor de la pérdida y el inexorable paso del tiempo.
Durante décadas, su rostro fue un sinónimo de elegancia, pero también de misterio. El misterio de un hombre que en la vida real también desafió a todos, abrazando sus contradicciones con la misma intensidad con la que interpretaba a los personajes que lo hicieron inmortal. Si alguna vez el cine tuvo un rostro, ese rostro fue el de Alain Delon: anguloso, perfecto y, sin embargo, siempre con una sombra de desesperanza escondida en el borde de la sonrisa.
Con su partida, se despide no solo un actor, sino una época, un cine en el que la sofisticación y la tragedia iban de la mano. Delon fue un lobo solitario, un ícono que, aunque sobrevivió a los cambios vertiginosos de la industria, siempre pareció pertenecer a otro tiempo. Su vida, marcada por el éxito y los escándalos-de ultraderecha, amigo de Le Pen-, reflejó su propio arte: un equilibrio precario entre la luz y la oscuridad.
En sus últimos años, Delon fue un hombre consciente de su propia leyenda, un ser humano cansado que, como él mismo declaró, no temía la muerte, sino la soledad. Hoy, mientras su nombre se inscribe en la historia junto a los grandes, el cine se queda un poco más vacío, privado de ese brillo único que solo una estrella de su calibre podía aportar.
Alain Delon, el hombre que hizo del silencio una declaración y de la mirada un arma, se ha ido, dejándonos con el eco de sus pasos por un París que ya no existe y por una Italia que solo vive en las cintas en blanco y negro. Quizás, en alguna pantalla perdida, su figura siga caminando, con ese porte altivo e inalcanzable, como una sombra que nunca se desvanece del todo. El mundo es menos elegante sin él, pero su legado perdura en cada fotograma donde, por un instante, el cine fue pura poesía.