Cartelera Turia

LARGO Y CÁLIDO VERANO: PALOMITAS A 1.80€: NO PEDÍAMOS TANTO

ANNA ENGUIX: En mi pueblo, el cine de verano sigue siendo un plan popular, una tradición que nos recuerda que, a veces, las cosas simples aún tienen un valor especial. El otro día, aprovechando la brisa fresca de la noche, fuimos a ver una película de Robert Guédiguian. No lo mencioné en voz alta, pero hace unos años tuve la suerte de entrevistarlo en el contexto de la Mostra de Valencia, qué suerte. Es un hombre tan sencillo y directo como sus películas; de hecho, cualquier persona que vea o lea cualquier entrevista suya, entenderá que tenga fijación por determinadas historias a las que pocos directores les prestarían atención. Fuimos a ver Que la fiesta continúe. No os desvelaré mucho, ya que no es de esto sobre lo que quiero hablar, pero como era de esperar, esta película sigue sumándose a las utopías que él, un elenco de actores excepcionales y un público comprometido han construido durante años: Guédiguian, al igual que Nanni Moretti, es un creador cuya obra sigue siendo un faro para quienes seguimos pensando que las cosas, siempre pueden hacerse un poco mejor.

Pero volviendo al tema, en mi pueblo—del que prefiero no revelar el nombre para preservar la autenticidad de su cine (que no se gentrifique, vaya)—, el cine sigue siendo una experiencia especial, bella, sobre todo si vas acompañada. Aquí, todavía puedes hacer cosas que en otros lugares serían impensables. Por ejemplo, puedes pedir el cartel de la película. “¿Me lo puedo llevar?”, preguntas casi en tono de broma, y la respuesta, con una sonrisa genuina, es un simple “Sí”. Solo tenéis que imaginarme caminando por la calle con un cartel enrollado bajo el brazo, dando pequeños brincos de emoción, pensando en lo bien que quedará entre todo el gotelé de la pared de mi habitación. Es una sensación de triunfo que convierte un simple trozo de papel en un recuerdo personal.

Mientras tanto, en las grandes ciudades, el cine se ha enredado en la trampa del lujo. Vamos al cine y pagamos 8 euros por un paquete de palomitas. ¡Ocho euros! En mi pueblo, las palomitas cuestan 1,80. No hablo de una ración diminuta, sino de un buen paquete con su puntito de sal y ese crujido que acompaña las escenas más tensas. Pero, por algún motivo incomprensible, nos hemos acostumbrado a desembolsar una pequeña fortuna por lo que no deja de ser maíz inflado. Y todo porque el maíz viene servido en un cubo enorme, con separadores y colores chillones que parecen gritarnos al oído lo afortunados que somos. ¿De verdad necesitamos eso? ¿No es más lógico, más humano, pagar lo justo por algo tan simple y esencial como las palomitas? Si alguna vez se escogieron las palomitas o los cacaos, era porque estaban al alcance de todos los bolsillos. Que no se nos olvide. Al final, no necesitamos asientos reclinables ni la posibilidad de comer una hamburguesa mientras vemos una película. ¡Qué manía con intentar hacer tantas cosas a la vez! Además, ¿quién quiere comer mientras le sacan las tripas a los protagonistas? No necesitamos que la experiencia sea deluxe; necesitamos una sala—si es posible, con aire acondicionado en verano—, un proyector decente y una cartelera divertida. Necesitamos poder comer bocatas de salchichón, entrar alguna cervecita de casa sin tener que bebérnosla a escondidas como si estuviésemos cometiendo un delito. Necesitamos el cine en su forma más pura, esa que nos permite soñar, reír y pensar, sin más aditivos que la magia de una buena historia proyectada en la pantalla. Aquí, lo divertido es sentarse en esas sillas incómodas, entre abuelos que comentan la película como si estuvieran en su salón en lugar de en una sala oscura. Entre pipa y pipa, desfilan recuerdos, opiniones y risas, porque el cine se convierte en una excusa para reunirse, para sentir ese calor humano que las butacas de terciopelo y las pantallas gigantes han ido apagando.

Sin embargo, aunque el cine de verano es un oasis en medio de la rutina, ya que me pongo a pedir, a veces echo de menos disfrutar del espacio de la playa. Los cines al aire libre cerca del mar suelen estar reservados para los más pequeños, con películas que encantan a los niños pero dejan a los adultos con ganas de algo más. Me entran unas ganas locas de hacer lo que haría el protagonista de El Club de la Lucha: empalmar negativos, cambiar las escenas, y sorprender a todos con una…

En fin, que realmente, las salas que cierran es porque el cine debe acompañar los ritmos del lugar en los que se ubican. Quizás, en unas décadas, no quede más que uno o dos cines en Valencia o en Madrid, pero estoy segura que aquí, se seguirán proyectando una o dos películas, y se seguirán cobrando las palomitas a 1’80, aunque eso conlleve escuchar a algún que otro ronquido, o el comentario de asombro o decepción de algún enamorado del cine.

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