ANDREA MOLINER: “El hipermercado como gran espacio humano de citas, como espectáculo, es algo que he sentido en distintas ocasiones.”
Mira las luces, amor mío, Annie Ernaux.
Internet se ha vuelto a romper. O eso mismo pensé ante la anésima moda, reto, quién sabe si publicidad pactada viral que ha saltado de las redes sociales a los telediarios de todas las cadenas de televisión nacionales. Por unos días, la archiconocida cadena de supermercados valenciana Mercadona dirigida por Juan Roig (recordemos, uno de los nombres que suele aparecer en segundo o tercer lugar en las listas de los más ricos de España) se convirtió en el lugar perfecto para ligar. Tanto curiosos como aventureras/os del amor se lanzaron a las 19:00 de la tarde en dirección a su Mercadona más cercano para hacerse con el elemento clave dentro de esta nueva forma de amor cortés: la piña o en su defecto, el zumo de piña. A partir de ahí, la semántica y la semilogía se volvieron cada vez más locas, hasta el punto de ir ampliando la lista de códigos a tener en cuenta si lo que deseas es el clásico “aquí te pillo aquí te mato” frente a los estantes de la bollería industrial o si buscas una relación más duradera entre latas de conservas. Por supuesto, la cosa se fue de las manos. Además de los posibles hurtos, los guardias de seguridad comenzaron a frustrar cualquier tipo de acercamiento amoroso entre completos desconocidos que chocaban sus carros a modo de “match”, la mesa de la piña nunca estuvo tan vacía y los usuarios desconocedores del nuevo monstruo tardocapitalista repartían su atención observando con estupor e hilaridad a la gente perdiendo el norte mientras repasan la lista de la compra. No vaya a ser que se olvide el papel higiénico, que las pandemias mundiales pueden pillarte en domingo y la higiene de las posaderas es absolutamente sagrada.
Yo no sé vosotras/os pero, además de una muestra más de como, gracias a las redes sociales, la mejor campaña de márqueting es la que surge del ingenio del vulgo y de como ésta ha conseguido blanquear de nuevo los abusos laborales y empresariales de uno de los tótems de la economía de este país, lo cierto es que estamos ante una narrativa. Meidática, chorra, bizarra, romántica, despreciable. Lo que prefiráis. Pero igual de válida que cualquiera que aconteza fuera de la atmósfera aplastante que siempre produce el pasillo de los congelados a media hora de cerrar, del lento abrir y cerrar de las puertas automáticas o del fingido entusiasmo de la empleada de la caja 8 anunciando las ofertas en la pescadería. El cine ha poblado nuestro imaginario de instantáneas para el recuerdo. Desde la mítica escena inicial de El gran Lebowski – desde entonces somos muchas/os los que hemos fantaseado con la idea de bajar al Súper en bata, pijama y sandalias de estar por casa sin perder un ápice de estilo o actitud- al festival de tortas que lía Tallahassee sólo por conseguir un Twinkie en un supermercado atestado de zombies en los primeros minutos de Zombieland – confesad, todos somos Woody Harrlerson cuando llegan las rebajas -. Pasando por una de las más icónicas, la de Tilda Swinton aplastada por la simetría de un estante lleno de latas de sopa de tomate en una metáfora visual que evidencia la separación entre el orden y el caos en el que se encuentra la protagonista de Tenemos que hablar de Kevin. Sin embargo, dentro del terreno narrativo estas historias palidecen en comparación. Convirtiendo a lugares en los que, paradójicamente, pasamos gran parte de nuestra existencia en una playa virgen a la que ni la especulación ni el turismo de masas no han conseguido doblegar. Al contrario de lo que sucede con otros espacios domésticos – siendo la casa el lugar de exploración y reflexión por antonomasia- el supermercado es el gran olvidado de la literatura. Como si nuestra experiencia recorriendo un pasillo determinado y no otro no hablara de nosotras/os mismos, como si una larga mirada sobre ese producto inalcanzable no inspirara literariamente hablando, como si un carro abarrotado de productos en oferta no destilara cierta poesía sobre una parte inevitable de nuestra cotidianidad.
Aunque pocos, algunas autoras y autores se han atrevido a dotar de imágenes narrativas a estos lugares en apariencia tan poco dados a cobijar grandes historias. Annie Ernaux, una de nuestras favoritas, ha escrito de todo, también sobre las sensaciones y reflexiones surgidas de sus visitas al hipermercado de Alcampo del parisino centro comercial de Les Trois-Fontaines que durante un año apuntó a modo de diario y que acabaron tomando forma en Mira las luces, amor mío. En él, la autora desgrana estrategias comerciales, da rienda suelta a su humor y a su indignación a partes iguales, destroza estereotipos y abraza el ritmo de los hilos musicales a los que nos hemos acostumbrado a la hora de hacer la compra de la semana. Elevando, en última instancia, al supermercado al rango de sujeto literario. Algo similar hizo también la también autora francesa Marie-Hélène Lafon en la nouvelle Nuestras vidas centrando la acción en el supermercado Franprix en la calle Rendez-Vous de París y en las historias que la protagonista se inventa de las personas que lo habitan laboral y comercialmente. Aunque el trasfondo sea, en el fondo, el exodo rural y la soledad que en ocasiones impone la gran ciudad sobre aquellos que llegan para habitarla desde las periferias geográficas. Convirtiendo al supermercado en el lugar donde habitan tanto las narrativas más pequeñas, así como las que pueden representar el sentir de una gran parte de la población.
Si en Francia han conseguido reivindicar el espacio, en Estados Unidos son los grandes maestros del retorcimiento de las formas y de la búsqueda de una crítica más salvaje si cabe. No debemos olvidar que, ante todo, los supermercados forman parte de la descomunal mandíbula del capitalismo y los responsables de que desde hace unas décadas los tejidos de solidaridad vecinal hayan ido poco a poco desapareciendo en favor a un cada vez más insostenible culto al feroz individualismo. Así lo evidencia la escritora norteamericana A.M. Homes en su relato Un premio para cada jugador, incluído en la más que recomendable antología Días temibles. En él, una familia norteamericana al uso se enfrenta en un tan loquísimo como perturbador juego consistente en conseguir todos los objetos de la lista de la compra, con puntuaciones extra en función si el producto estaba o no en oferta o si éste se adhiere correctamente a la relación calidad-precio. El resultado no puede ser más delirante. Con la compra de un bebé y una candidatura a la presidencia del país incluídas. Aunque si hay que hablar de la novela ambientada en un supermercado por excelencia esa es La niebla de Stephen King, en la que un grupo de desconocidos se quedan atrapados entre cartones de leche y productos de limpieza doméstica ante el avance de un peligro proveniente del exterior. Poco saben de lo que sucede afuera, una espesa niebla lo cubre todo, algo que no impide que afloren toda clase de comportamientos más o menos fanáticos a modo de supervivencia personal, además de una cierta igualdad entre los personajes (independientemente de su estatus económico) frente al peligro. En ambos relatos, el supermercado es la casa embrujada capaz de voler del revés las personalidades de quienes las habitan, pero también la metáfora perfecta para poner en evidencia los males del sistema y del ser humano como principal siervo de un engranaje que en lugar de unirnos busca la competición y el enfrentamiento constantes.
Intimidad o colectividad. Cotidianidad o fantasía. Humanidad o barbarie. Queda demostrado entonces que, más allá de géneros y estilos literarios, las narrativas deben seguir conquistando aquellos espacios en los que nos movemos habitualmente. Ahondar en sus particularidades, buscar sus tiempos, alterarlos, transformarlos, pervertirlos, o todo lo contrario, retratarlos en toda su idiosincrasia mundana. No nos quedemos en la comodidad del sofá llamado lugar común, salgamos y busquemos el terror en el señor que arrastra con parsimonia el carro de la compra mientras su mujer anda estresada cogiendo todo lo necesario para pasar el fin de semana, la tragedia en las ojeras maquilladas y sonrisa temblorosa de la cajera que te da el cambio o la lírica en ese grupo de mujeres que se ponen a hablar del tiempo que llevan sin verse mientras esperan su turno en la pescadería. Todo vale, sólo hay que ejercitar todos los músculos de la palabra observar.