Desde que existen las redes sociales, quienes nos dedicamos a la crítica musical – y supongo que en la cinematográfica ocurrirá lo mismo – llegamos muchas veces a los discos con una visión mediatizada por decenas, cientos de opiniones que leemos al respecto en facebook, en twitter, en linkedin o hasta en instagram (a lo de tik tok, de momento, no llegamos, y tampoco creo que su clientela aguarde con impaciencia ningún cedé o vinilo). Salvo que dispongamos de un adelanto promocional, que también es frecuente. Antes podía pasar con los comentarios de personas cercanas, del círculo de amigos, pero ahora todo eso se magnifica en la pantalla. Ocurre entonces, cuando las redes bullen y activan la natural controversia (que para algo hay tantos gustos posibles como culos), que corremos el riesgo de pensar que el mundo que nos rodea es igual de pequeño, casi diminuto, que esos círculos concéntricos de seguidores, amigos y contactos en los que nos vemos sumidos. Elevamos muchas veces el parecer de tres o cuatro voces a la categoría de estado de opinión, por minoritario que sea, y lo equiparamos incluso con los consensos y los disensos de la crítica tradicional, es decir, la profesional. O lo que aún queda de ella. Es inevitable. Surgen apasionadas polémicas sobre si los discos de tal o cual leyenda aguantan el tipo respecto a sus obras maestras. Disquisiciones acerca de su estado de forma, siempre buscando comparaciones con sus años dorados, sin darnos cuenta muchas veces de que, en realidad, lo que añoramos no es tanto recuperar aquel estado de gracia por el que atravesaba ese músico o músicos (para eso ya tenemos las obras originales de aquel tiempo, y al alcance de un click, basta con volver a ellas) como el rescatar las sensaciones casi de epifanía, de irrepetible éxtasis, que experimentábamos cuando éramos adolescentes o unos jovenzuelos de poco más de veinte o treinta años. Y eso es, física y metafísicamente, imposible.
Viene todo esto a cuento de las airadas opiniones encontradas que suscita cualquier disco nuevo de cualquier vaca sagrada del rock. Surge el encontronazo entre los puristas irredentos de uno u otro signo, acríticos o profundamente críticos, y quienes contemporizan, saben relativizar las cosas o acogerlas con cierta distancia. Igual da que hablemos de Bob Dylan, de Neil Young o de Bruce Springsteen, quien esta misma semana publicaba su nuevo trabajo, el primero con la E Street Band desde hace solo seis años, aunque por el hervor entre seguidores, fans e incluso detractores, por el runrún en los medios, cualquiera diría que llevaba dos décadas sin hacerlo. Verán: sin pretender desmenuzar el disco canción a canción, sin intención de desbrozar una crítica pormenorizada, no hay nada (pero absolutamente nada) que a un servidor se le ocurra que se le pueda afear a Letter to You (2020). Es intachable. Está bien producido, tiene buenas composiciones – puede que ninguna extraordinariamente memorable, pero ¿qué esperaban? –, tiene arrojo y exuda sinceridad. Y en ningún momento trata de vender la moto de la eterna juventud: sus textos son los propios de un señor de 71 años que ve cómo el fin de sus días no está tan lejano, y hace recuento de los compañeros y amigos perdidos en el camino sin incurrir en lo plañidero. Y nadie hace mejor de Springsteen que el propio Springsteen. ¿Que suena grandilocuente, henchido? ¿Y cuándo no lo hizo la E Street Band? Servidor duda de que se le pueda pedir mucho más, tras una carrera de casi 50 años (más de los que este firmante tiene de vida) y una práctica veintena de álbumes de estudio. Decíamos lo de los gustos, que ya se sabe de ellos: todos tenemos uno. Pero incluso si usted se encontrara entre los decepcionados con lo nuevo del rockero de New Jersey, a buen seguro que hay al menos seis, siete u ocho referencias mayúsculas con las que entretenerse y solazarse durante días enteros. ¿Para qué perder el tiempo mostrando su disconformidad o su desencanto respecto a este, con la enormidad de música actual disponible que vale muchísimo la pena? ¿No sería mejor agradecerle, a su venerado artista, los (grandes) servicios prestados, y a otra cosa, mariposa? ¿Cuántos músicos son capaces de mantener un nivel supremo de inspiración durante más de una década, o, a lo sumo, un par? Es como si a veces nos olvidáramos de que también son humanos. Si nos ponemos a enumerar sonoras meadas fuera de tiesto (en forma de disco) de nuestros ídolos, no acabamos.
Tengo la sensación de que tanto lo nuevo de Springsteen, el flamante Letter to You (2020) que sirve de pretexto para este artículo, como lo nuevo de Bob Dylan, incluso lo nuevo de Morrissey o lo nuevo de Paul Weller, por seguir solo con discos publicados durante este año, es seguramente lo mejor que podían hacer a estas alturas de sus carreras y de sus vidas. Por momentos, más incluso de lo que cabría esperar. Ni siquiera Neil Young sería capaz de ir destilando una obra magna cada dos o tres años, ni de lejos, y quizá por eso ha hecho bien en rescatar un disco que andaba perdido desde 1975 en este extrañísimo 2020. Al igual que Woody Allen tampoco parece capacitado para eso, para hacer obras realmente importantes, de las que dejan hondo poso, desde hace décadas. Qué menos, teniendo en cuenta su autoexigencia de filmar una película al año, hasta acumular ya cerca de cincuenta.
Qué pronto nos olvidamos de que es mucho más fácil preservar el oficio, la artesanía, el know how, que esa otra cosa que es esencial para el mejor arte y siempre tiene fecha de caducidad: la chispa, el pellizco, el mojo, la inspiración casi sobrenatural. La genialidad, en suma.