PAU VERGARA: The Last of Us regresó este 14 de abril con su segunda temporada y, lejos de repetir la fórmula de la primera, ha optado por empujar los límites emocionales, narrativos y morales de sus protagonistas —y de su audiencia—. Lo que en la primera entrega fue un relato íntimo de supervivencia con tintes épicos, ahora se convierte en una exploración más compleja, más cruda y, a ratos, más incómoda.
La serie continúa sin miedo a mirar a los ojos a su universo devastado. Si la temporada anterior era una odisea de dos personas que se encontraban en medio del caos, esta segunda parte es una confrontación directa con las consecuencias. Aquí no hay redención fácil, ni consuelos, ni héroes inmaculados. Hay decisiones pasadas que pesan. Y hay personajes —rotos, duros, sensibles— que se enfrentan a sí mismos en cada paso.
Bella Ramsey, que ya sorprendió en la primera temporada, consolida su presencia como una de las grandes protagonistas de la televisión actual. Su Ellie es más madura, más temeraria y emocionalmente más volátil. El personaje crece, y Ramsey crece con él, sin perder nunca el equilibrio entre vulnerabilidad y determinación.
Pedro Pascal, aunque con un rol más contenido, aporta una densidad emocional a su personaje que no necesita de muchos diálogos para decirlo todo. Sus silencios, sus miradas, la tensión contenida en cada gesto, siguen siendo uno de los pilares emocionales de la serie.
La incorporación de nuevos personajes, sin revelar detalles, enriquece profundamente la historia. Algunos de ellos se convierten en catalizadores de decisiones difíciles, de dilemas morales que obligan a replantearse las nociones tradicionales de “bueno” y “malo”.
La segunda temporada no teme dividir a la audiencia. Toma riesgos. Cambia el foco. Juega con el ritmo. Y aunque eso le da una profundidad mayor, también la hace más irregular. Hay episodios que conmueven hasta el tuétano y otros que, pese a su belleza formal, parecen pausas prolongadas en una historia que se guarda lo más importante para después.
Esa decisión —apostar por una narrativa más coral y fragmentada— puede ser frustrante para quienes esperaban un desarrollo lineal. Pero si se acepta el juego, lo que se ofrece a cambio es una mirada mucho más rica sobre la humanidad que sobrevive al fin del mundo.
Estética apocalíptica con alma
Visualmente, la serie vuelve a destacar con una factura impecable. Los escenarios devastados, los interiores sombríos, la música que nunca subraya pero siempre acompaña… todo ayuda a construir una atmósfera densa, melancólica, profundamente emocional. La dirección se atreve con planos más contemplativos, con secuencias largas sin diálogo, con silencios que dicen más que muchas palabras.
La acción, cuando llega, es intensa, física y dolorosa. Pero esta no es una serie de zombis al uso. Aquí los monstruos importan menos que los humanos, y el verdadero horror nunca está solo en la infección, sino en lo que la gente está dispuesta a hacer para sobrevivir, para vengarse o para proteger a los suyos.
Cuando el videojuego se convierte en tragedia clásica
Hay que decirlo: The Last of Us es una de las adaptaciones más respetuosas y ambiciosas de un videojuego jamás hechas. Pero esta temporada va más allá. Ya no se trata solo de adaptar, sino de reinterpretar. De añadir capas. De humanizar aún más lo que ya era profundamente humano en su origen.
Este segundo arco no es una aventura: es una tragedia griega con mochila y rifle, una historia donde cada acción tiene un eco devastador, y donde cada emoción se amplifica por el dolor del pasado.