GERARDO LEÓN: En la vida de todo crítico, espectador o cineasta aspirante o consagrado, hay dos o tres títulos o autores que guarda en un rincón especial de su memoria y a los que, si le preguntaran, señalaría como responsables de esos momentos de epifanía en los que calló cautivado a los pies de ese arte que conocemos como “cine”. Para quien firma esta sección, uno de esos momentos tuvo como protagonista al director polaco Krzysztof Kieślowski.
Corría el año 1993 y llegaba a las salas el estreno de su, entonces, último trabajo, la primera entrega de una trilogía de películas que, nos dijeron, correspondía con los tres colores de la bandera francesa.
Azul contaba la historia de Julie, una mujer que perdía a su hija y a su marido, un famoso compositor de música, en un accidente de tráfico. Tras el suceso, Julie debía superar el duelo y reconstruir todo su mundo. Después de una vida a la sombra de su esposo, Julie tendrá que abrirse de nuevo hacia sí misma y hacia los demás.
Pero, siendo una gran historia, en Azul lo importante no es tanto la trama como la forma que elije Kieślowski para ponerla en pantalla.
No es fácil transmitir las sensaciones que me produjo aquella subyugante sucesión de imágenes. Podríamos decir, para explicarnos, que aquella fue una experiencia de pura poesía en movimiento, pero no creo que eso describa bien lo que quiero decir. Kieślowski es Kieślowski y no hay otra manera de referirnos a él que ver su propia obra.
Con gran acierto, el director ruso Andréi Tarkovski ya definió, en el título de su famoso libro, la profesión de director como la de un escultor del tiempo, refiriéndose al cine como el arte de narrar en continuidad. Pues bien, con Azul, Kieślowski lograba ir más lejos y capturar la idea misma de tiempo.
Julie trata de superar la pérdida de su familia. Se ha cambiado de casa y, como todos los días, se toma un café en una cafetería próxima. En ese momento, el sol entra por una ventana de forma que, con el paso de las horas, la sombra de la taza dibuja un amplio arco sobre la tabla de la mesa. El juego de luces y sombras, siendo un “truco” de iluminación, recoge con un solo plano el alma del personaje. De fondo, un músico callejero toca, con una flauta, una melodía que solo ella tiene en la cabeza. ¿Cómo es posible que la conozca? Eso sí es un misterio.
Kieślowski y su guionista y amigo Krzysztof Piesiewicz (abogado de profesión), tenían una manera muy peculiar de trabajar. A la hora de escribir sus guiones no empezaban con una premisa de argumento. Tomaban una idea abstracta (libertad, en el caso de Azul, igualdad en Blanco y fraternidad en la última entrega de Rojo) y tiraban de ella hasta ver a dónde los llevaba. Por eso a veces es difícil describir qué cuentan sus películas. No es que no se entiendan (Azul es la historia de una mujer que escapa a la influencia de un matrimonio que resulta no ser lo que creía) es que los vericuetos por donde se desarrolla el juego fílmico que nos proponen nos lleva por sensaciones físicas (para expresar su dolor, Julie arrastra los nudillos de la mano contra la rugosa pared de un muro de piedra, en otra escena icónica) y emocionales de hondísimo calado. Ante la mesa del café, Julie se recoge y se reencuentra consigo misma. ¿Cómo se expresa esa idea? ¿En qué trama encajamos un instante introspectivo de semejante magnitud? Nadie dice nada y, sin embargo, comprendemos y compartimos con ella ese momento de intimidad.
Y la música. La colaboración de Kieślowski con Zbigniew Preisner alcanza en esta trilogía una dimensión como se ha visto pocas veces en el cine. Preisner escribió en esta serie el verdadero himno de Europa.
Julie repasa la última partitura que, se supone, ha escrito su marido y que, con su muerte, ha dejado incompleta. El dedo recorre las líneas del pentagrama mientras oímos la orquestación en un juego meta narrativo de infinitas implicaciones (la música no proviene de ningún elemento de la escena ni se impone a la manera de una banda sonora al uso, sino que surge de dentro del personaje, de su propia imaginación). En un momento dado, el dedo se detiene y se impone un breve silencio. Julie (papel que fue la consagración de la actriz Juliette Binoche), al fin segura de sí misma, responde, en voz baja… flûte.
Azul, Blanco y Rojo se reestrenan este mes en salas comerciales en una versión remasterizada. Los más rezagados podrán encontrarla en la plataforma Filmin.