ANDREA MOLINER: “No tenía que pensar en pagar la casa, que es el susto permanente de los pobres”.
Amalia Domingo Soler en Memorias de una mujer, 1913
Corría el año 1946 y Jorge Luis Borges decidía incluir en el onceavo número de su revista Los Anales de Buenos Aires uno de los relatos más recordados y celebrados de la literatura universal. En él, Julio Cortázar – seguramente inspirado en ese otro gran relato que el bostoniano Edgar Allan Poe legó a la posteridad– nos cuenta la historia de dos hermanos y de la antigua casa colonial que ambos habitan. Solteros y obstinados, han dedicado su vida a mantenerla. Les asquea la idea de que, una vez muertos, algún primo lejano se enriquezca a costa de su venta. Tras un pormenorizado paseo por cada una de las estancias y de que el lector conozca a fondo las costumbres de quienes la habitan, el nudo se revela devastador. Susurros lejanos, el volcar de una silla, ruidos imprecisos… Un coro de voces y de extraños movimientos se apoderan de la casa, arrinconando poco a poco a los hermanos hasta que éstos acaban yéndose no sin antes arrojar la llave a la alcantarilla. Sorprende la pronta resignación de los protagonistas. A pesar de los lazos que los unen al lugar y del tiempo invertido en su cuidado, ninguno se pregunta por el origen de dichos sonidos o intenta al menos luchar por su hogar. ¿Quiénes eran? ¿De qué naturaleza son los intrusos? Nunca lo sabremos. Hay quien ha querido ver la expulsión de Adán y Eva del Paraíso. Otros una aproximación a la idea de incesto y la negativa a abandonar el vientre materno, además de una metáfora de la marginación a las generaciones intolerantes de su tiempo frente al avance de la juventud. No faltan tampoco los que han lanzado una interpretación política del relato, situando a los hermanos como representantes de la decadente burguesía y a la enigmática presencia como el peronismo que llama a su puerta. Aunque resulta más interesante aquella que pone el foco en la pasividad de la sociedad frente al hostigamiento externo, en la inacción ante la injusticia, en la rendición como consecuencia de un sistema en el que el poder lo es todo. Ya sea para tomar decisiones a nivel mundial o para expulsar a la gente de sus propias casas. En los tiempos que corren, su relectura resulta cuanto menos reveladora.
Muchos de estos individuos –vomitados por las ventanas de pisos cuyo alquiler se lleva el 90% de su sueldo– acaban recalando en pueblos periféricos más o menos alejados de la gran urbe. Seducidos por su asequible precio, éstos deciden habitar casas situadas en lugares en los que el sentimiento de comunidad acaba por colonizar cada aspecto de la cotidianidad, en los que el anonimato de la ciudad se diluye en el agua del río más cercano y en los que, en el peor de los casos, el aislamiento entorpece cualquier tipo de comunicación o integración. Es entonces cuando se produce el segundo nudo, más machacón, pero no por ello menos interesante. Vecinos extremadamente adversos a la presencia de forasteros procedentes de la capital, casas habitadas por fantasmas con sed de venganza, sectas neopaganas capaces de cometer auténticas aberraciones con motivo de la celebración del solsticio de turno, tradiciones –como la que Shirley Jackson magistralmente narró en La lotería– sujetas al más terrible de los azares o la propia naturaleza revelándose contra quien intenta domarla o sacrificarla. Todas y todos hemos consumido este mismo argumento en infinitos productos culturales dispuestos para nuestro goce y disfrute, pero muy pocos nos hemos parado a pensar en el germen de este tropo narrativo, en las raíces que van más allá del principal conflicto que ocupa toda nuestra atención. Porque es evidente que las razones por las se acaba habitando un hogar inusualmente asequible para el paupérrimo presupuesto de partida quedan relegadas a un quinto plano en cuanto al protagonista le persiguen con un cuchillo por el pasillo, le lapidan en la plaza pública o siente las miradas inquisitivas de medio pueblo sobre su nuca tras hacer un comentario aparentemente inocente. Es cierto que la visión que ha construido el terror a lo largo de la historia ha pecado de un maniqueísmo cargado de prejuicios. Sin embargo, no sería raro pensar, de nuevo, en una nueva mirada más acuciante y pertinente. Aquella que nace como consecuencia de la imposibilidad de seguir adelante en el lugar que consideras casa y, por tato, de las dificultades que entraña verse de pronto en un lugar alejado de las expectativas vitales que habíamos configurado a lo largo de nuestra vida.
Inquilinos desahuciados de habitaciones realquiladas. Terrazas que menguan su tamaño a media que avanzan los problemas. Caseros que sucumben al poder de la avaricia y venden su alma al diablo. Fondos buitre que hacen la vida imposible a los habitantes de un bloque de pisos para poder construir un hotel. Treintañeros con la ansiedad asentada en el pecho, haciendo números, quitando presupuesto al ocio, a ese alimento necesario pero que está por las nubes, pluriempleados, sin llegar al salario mínimo, compartiendo piso con desconocidos, con una
pareja, con miedo a que el vínculo emocional se rompa y que la independencia se convierta en el sueño de una caricia, de vuelta a casa de sus padres o sin poder plantearse un lugar fuera de las cuatro paredes de su cuarto de la infancia. La papelería que cierra. El bajo turístico que se inaugura. Renta antigua frente a la salvaje especulación. Resistencia ante la deshumanización. Repliegue, como Irene y el narrador –protagonistas del cuento cortazariano– sin buscar culpables. Que es justo lo que quieren: perfil y asunción de la realidad lejos de su jurisdicción. La gentrificación (con sus innumerables capas y villanos) es el nuevo terror de la década de los 20 del siglo XXI. También en literatura. Y si no me creen, ahí tienen un par de argumentos.