ANDREA MOLINER: “El fang, la pluja, el fang,
els carrers plens de fang,
l´aigua, l´aigua caient,
a dolls, de les teulades;
els carrers plens de fang,
les sabates amb fang,
(…)
He plorat molt. He vist coses.
He plorat molt.
Vicent Andrés Estellés, Llibre d´exilis (1971)
Desde hace unos días no me salen las palabras. No consigo retenerlas. Ni las mías ni las que derraman seres de luz, así como las de auténticos desconocidos que discurren por torrentes de emociones enfrentadas. No hay distinción. Más bien las suelto, las dejo marchar, como si éstas quisieran desembarazarse del amasijo de información que se acumula en mi cabeza con el paso de los segundos, de los minutos, de las horas que las jornadas van poco a poco desquitándose. La desidia o la falta de empatía no son las que me empujan a abrirles la puerta para que puedan echar a volar, más bien el ovillo de la conexión permanente a través de las pantallas lo que de vez en cuando hace que éstas acaben escurriéndose hacia algún lugar llamado memoria y que, en ocasiones, se instalen y permanezcan suspendidas en un extraño limbo. Un lugar en el que te sientes incapaz de discernir, apreciar o recordar.
Tampoco consigo leer, es decir, que la palabra regrese a mí en forma de metáfora, descripción, diálogo, soliloquio o reiteración. Con la esperanza de volver a cobijarla como antaño hacía. Aún sintiendo el peso de los párpados y de la vida entera. Aunque por eso último debería estar dando las gracias por conservarla, por continuar expandiéndola, por seguir apretándola contra mi pecho. Otros por desgracia no pueden decir lo mismo. Por supuesto, y aunque la palabra haya sido el vehículo que ha canalizado todas las cascadas que he ido capturando irremediablemente en el autobús, en la cafetería, en el trabajo; ésta resulta ser infinita. Como las historias sobre la desgracia acaecida al otro lado del Cauce Nuevo del Turia. Tantas como personas que buscan un necesario descargo emocional pues, quien más o quien menos, conoce a alguien que lo ha perdido todo, que se libró por los pelos, que ha sobrevivido por segunda vez (como mi abuelo materno si todavía viviera y a quien estos días tengo muy presente) que le obligaron a ir a trabajar, que consiguió ponerse a cubierto, que se quedó atrapado, que salvó a los que tenía a su lado, que no pudo hacer nada, que se lo llevó la corriente, que aún espera ser encontrado.
Busco en otros las palabras que se resisten a salir. Como quien busca un corazón palpitante o un consuelo en medio de la desazón, la impotencia y la comprensible rabia generalizada. Me remueve un artículo firmado por un joven Blasco Ibáñez el 13 de noviembre de 1897 en El Pueblo, periódico que él mismo fundó unos años antes titulado Arriba y abajo. En él describe, en su habitual y rimbombante prosa que lo hizo tan famoso, la riada que ese mismo año azotó la ciudad de Valencia como “una sábana de aguas rojas sobre el azul Mediterráneo saliendo tumultuosa de la estrechura del cauce, destrozando y barriendo todas las obras que audazmente se construyeron en tiempos de tranquilidad junto a la angosta garganta del desagüe”. Parafraseando de nuevo, para Blasco Ibáñez el Turia parece reírse de todos nosotros como venganza tras robarle pedazos de sus entrañas. Río ultrajado, río resentido. Sobre todo con sus explotadores. Además de ofrecer una lírica crítica sobre el eterno enfrentamiento entre progreso y naturaleza, Ibáñez concluye con una pequeño halo de esperanza. Donde el agua ha segado vidas, otras volverán a nacer. Donde el barro sustituye al molino, otro ocupará su lugar. Donde la destrucción ha hecho mella, ahí volverá a llenarse de cotidianidad. También trato de refugiarme en las palabras de Max Aub en su Campo de Almendros, más concretamente en un fragmento en el que nos recuerda como, parafraseando a Aub, aquellos maltrechos, furiosos, aplanados, sin afeitar, cochinos, sucios, cansados, mordiéndose, hechos un asco, destrozados, son, sin embargo, lo mejor de España. Palabras textuales: “los únicos que, de verdad, se han alzado, sin nada, con sus manos, contra el fascismo, contra los militares, contra los poderosos, por la sola justicia; cada uno a su modo, a su manera, como han podido, sin que les importara su comodidad, su familia, su dinero”. Rotos, destrozados, heridos, soñolientos, medio muertos. ¿Nos suena verdad?
No obstante, ha sido un poeta llamado Vicent Andrés Estellés el que, justo en el año de su centenario, me ha empujado a escribir este texto cuando el escenario apocalíptico aún sigue muy lejos de alcanzar el optimismo de Blasco Ibáñez, cuando el pueblo salva al pueblo porque no ha tenido más remedio, cuando los discursos ultraderechistas han conseguido deslegitimar el descontento de una población muy cabreada, al borde de la extenuación y que se siente totalmente desamparada, cuando las historias siguen aún brotando de una tierra dañada, cuando las palabras se agolpaban en la garganta. Hoy han comenzado a tomar forma. Escuchémoslas. Escuchemonos. Ayudémonos.