PEDRO URIS: Los antecedentes que le conocía a este joven cineasta norteamericano, la inquietante Take Shelter (2011) y las sólidas Mud (2012) y Loving (2016), hacían que esperara el estreno de su última producción con interés e incluso con expectación. No me ha decepcionado en absoluto, Jeff Nichols continua siendo un cineasta muy a tener en cuenta.
El tema, las bandas de moteros norteamericanas de los sesenta, es particularmente resbaladizo por las tentaciones moralizantes que despierta, ya sea proporcionando una cerrada «explicación» de los motivos de la conducta de estos chicos o ya sea sometiéndolos a una redención por un amor que todo lo puede o por una asunción de su propio final completamente sacada de la manga. Así sucedía en sus dos títulos más emblemáticos: Salvaje (Lazslo Benedek, 1953), citada expresamente en esta película, y Los ángeles del infierno (Roger Corman, 1966), la primera de ellas realizada con el recato del Hollywood del momento y la segunda con el desmadre de las series B de Corman, pero ambas sin una pizca de rigor.
Todo lo contrario que ocurre en esta muy estimable película que se inspira en una colección de fotografías que el norteamericano Danny Lyon realizó en 1967 con bandas de moteros del Medio Oeste norteamericano, algunas de las cuales (espléndidas) aparecen en los créditos finales. A partir de ese espíritu, ese ambiente, esos personajes, esas historias, incluso, que sugieren esas imágenes, la película construye un relato ficticio que, en cierto modo, simula recrear la aventura del fotógrafo norteamericano, pues está sustentada narrativamente sobre una supuesta entrevista realizada, en 1973, por este fotógrafo a una de las protagonistas de aquellas imágenes a mediados de los sesenta.
Este doble plano temporal le permite realizar una sólida y compleja radiografía de ese universo, a través de la trayectoria de un club de moteros llamado Los Vándalos. Primero con sus inicios como un grupo de amigos aficionados a la cerveza, las carreras de motos, las barbacoas, las broncas y siempre con una asumida posición subordinada de las mujeres; más tarde con la creación de delegaciones o franquicias en otras ciudades que van engordando y desvirtuando el monstruo; y, finalmente, con la aparición en escena de las drogas y la delincuencia, al tiempo que, en paralelo, van desapareciendo los mínimos valores que mantenían los primeros, hasta llegar a un desolador desenlace que marca el final de una época y el inicio de otra. No se trata de mitificar a los primeros, pues todos esos tipos no tienen ninguna grandeza —nada que ver con la mística tramposilla de Easy rider—, son gentes de un par de neuronas mal contadas, pero mantienen ciertos códigos que les dignifican, algo que sus sucesores ignorarán por completo.
Esa radiografía colectiva de un proceso está acompañada de un generoso muestrario de personajes, masculinos y femeninos, bien atendidos en su amplia diversidad, proporcionando, de este modo, al espectador, tanto con la primera como con los segundos, unos valiosos materiales para comprender y analizar este fenómeno tan norteamericano que fueron las bandas de moteros. Una puesta en escena sobria, que sabe aprovechar tanto los duros interiores como los espacios abiertos en los que cabalgan estos motoristas, y ese sabor desencantado y desprovisto de expectativas que proporcionan los relatos articulados a partir de su final, completan los aciertos y atractivos de esta película que, además, cuenta con unas excelentes interpretaciones, no solo de los más conocidos, como Tom Hardy y Michael Shannon, un habitual en las películas de este cineasta, ambos inmensos, sino también de otros menos conocidos como Austin Butler, Jodie Comer y, especialmente, Toby Wallace, que borda su miserable personaje.