A mucha gente le molesta viajar en tren sentada en el sentido contrario a la marcha. A mí no, de hecho me gusta, no sé por qué. Hay quien dice que se marea, pero sin ser yo muy nostálgica del tiempo pasado, me gusta observar con dilatación lo que estamos dejando atrás en el camino. Es como cuando te despides de alguien y miras hacia atrás para verlo una vez más. Pero resulta que yo odio las despedidas, mucho. No me gusta decir adiós, ni me gusta vivir ese momento amargo y cruel en el que miras a una persona -quizá- por última vez. Una vez mi madre me dijo que es absurdo despedir a los muertos porque así te quedas con la última imagen de esa persona estando muerta, y tenía razón. Mejor quedarte con ese último encuentro, recordar su sonrisa, su voz. Evito despedirme siempre que puedo. Lo que sí me gusta es viajar en tren, en el sentido que sea, pero lo hago muy poco. Reconozco que para los viajes largos tiro del contaminante vehículo. Pero para viajes cortos el tren es ideal, y por eso hace poco bajé en un regional a Alicante para visitar a una amiga que está pasando un mal momento. Creo que le ha llegado ya la crisis de los cuarenta, estamos todas igual. Tras un fin de semana terapéutico a orillas del mar, volvía a casa en otro regional, en un vagón lleno de gente. A mí me encanta observar a los pasajeros, imaginarme sus vidas privadas, hacia dónde van, de dónde vienen… Recuerdo que ese domingo era la final de la Eurocopa y me sorprendió ver a tanta gente ignorando tal acontecimiento deportivo. Solo una joven colombiana (lo sé porque luego lo dijo en voz alta) conectó su tablet y subió el volumen para compartir con el resto el minuto resultado del encuentro entre selecciones. No tardó en entablar amistad con una mexicana que le retaba a adivinar el resultado de la final de la Copa América que se celebraría pocos días después. En cada estación con parada, que no fueron pocas, vi cómo la gente se despedía. Era domingo y quizá algunos hasta la semana siguiente no se volverían a ver. O muchos volvían, como yo, de pasar el fin de semana con algún amigo o amante ocasional. Me entretiene imaginar esas historias entre pasajeros, buscar el subtexto en las miradas, en los gestos; inventarme películas.
Me llamó la atención una pareja, chico y chica, jóvenes, que iban en silencio en el tren, sentados el uno al lado del otro; parecían tristes más que enfadados. Él miraba al vacío y ella giraba la cara mirando a la ventana, alejando así su rostro de el de su silencioso acompañante. Mientras que él vestía cara de pena, en la de ella había algo extraño en sus ojos, seguramente rabia. Llamó mi atención que, sin embargo, estaban unidos por el roce los brazos. Los dos tenían la mano en sus respectivos muslos y eso hacía que su brazo se uniera al otro cual siamés. Por más que sus mentes querían empezar a separarse cuanto antes, sus cuerpos les pedía lo contrario. Llegó su parada, algún pueblo entre Alicante y Valencia, y ambos bajaron con sus mochilas a cuestas. Se notaba que les pesaban. Como algunos parones de Renfe son tan largos, me dio tiempo a observar una escena propia de la mejor comedia romántica de los noventa. En el andén de la estación, cercano ya el atardecer, ambos se fundía en un largo abrazo. Largo y apretado, un abrazo más que amistoso, de eso me di cuenta. Después no hubo beso de película, pero sí uno tímido en la comisura de los labios. La chica miró entonces a los lados, asegurándose de que nadie espiaba semejante escena que pretendía ser amistosa pero era bastante romántica. Amor había, desamor más bien. Tras el sentido abrazo hubo mirada a los ojos, la auténtica despedida. Se dijeron algo que no logré comprender, pues yo estaba dentro del tren cual señora de pueblo cotilleando por la ventana lo que hacen sus vecinos. Dejaron de hablar unos segundos, vuelta a mirarse a los ojos y de nuevo un abrazo, abarcando el cuerpo contrario todo lo que daban los brazos de cada uno. Pude intuir besos en el cuello, la prueba irrefutable de que eran más que amigos. O que lo habían sido, o a saber qué serán, pero se echarán de menos seguro. Recuerdo que subía mucha gente al tren en ese momento, muchos que venían de pasar el día en la playa, familias con niños y muchos jóvenes que volvían claramente del pueblo a la ciudad. Pero para mí sólo existía esa extraña pareja del andén que seguía abrazada. Y el tren seguía sin reanudar la marcha, pero yo lo agradecí, ya que no estaba dispuesta a perderme el momento de la separación real, cuando sus cuerpos dejaran por fin de tocarse. Y ocurrió. El abrazo acabó en unión de manos, se las apretaron mutuamente como último impulso, último gesto de amor. Las desunen y caminan por fin cada uno por su lado, hacia caminos contrarios, pese a quedarse en la misma localidad. Ahora llegaría ese momento en el que uno de los dos se gira y el otro no, y el primero ve al otro marchar. Eso no ocurrió, sino que los dos se giraron al mismo tiempo con total coordinación. Hubo sonrisa, de pena, de rabia, de amor. Eso fue una despedida en toda regla, con todos los pasos a seguir, en un lugar propicio para las despedidas como es una estación de tren, que son más románticas que los aeropuertos. El tren arrancó consciente de que el espectáculo había terminado. La dirección de la marcha me dejó ver el rostro lloroso de ella, pues recordemos que yo estaba sentada en el sentido contrario a la marcha, y eso me permite ver el pasado durante unos segundos más. Me doy cuenta entonces de que eso hace es que las despedidas duren todavía más. Me sentí mal por regodearme en el dolor de esa chica llena de rabia, por verla pasarlo mal en esa maldita despedida. También odio las despedidas ajenas.
España había marcado su primer gol. Íbamos de camino a la siguiente estación. Me cambié entonces de asiento por uno en el que fuera en dirección a la marcha. Para ver el futuro y no el pasado. Lo pasado, pasado está. Pero creo que estos dos se volverán a ver.