ANNA ENGUIX: Sí, lo reconozco: el año pasado fallé. Madrid me absorbió en su sistema de explotación laboral, y no pude venir a la Berlinale. Observé con envidia las imágenes de Saoirse Ronan y Lupita Nyong’o, me entristecí y me repetí a mí misma: Una vez y no más, Santo Tomás. Por eso, hoy estoy de vuelta. No soy más rica, pero tengo más tiempo y la misma energía que cuando vine por primera vez con 19 años, amparada por esta misma Cartelera. Ahora tengo 24 y escribo estas líneas desde la cola para la rueda de prensa de Mickey 17 (Bong Joon-ho). Sí, he venido dos horas antes. Me gustaría decir que lo hago para escuchar las reflexiones del director, a quien admiro profundamente, pero mentiría. Lo hago por Robert Pattinson. Quiero escucharle dar alguna exclusiva, reírse ante las preguntas —en ocasiones ridículas— de la prensa y grabarle algún vídeo para poder decir, algún día, que estuve ahí. Todos los críticos de cine somos, en el fondo, unos fans: ya sea de las películas, los actores o los directores. Algunos lo disimulan mejor, pero a más de uno se le escapó un suspiro hace unos días cuando Timothée Chalamet apareció en la rueda de prensa para hablar de su proceso de transformación en Bob Dylan para el biopic A Complete Unknown (James Mangold, Berlinale Special). Nos conquistó. Chalamet debe seguir con estos personajes: enfants terribles de la contracultura que se encienden un cigarrillo tras otro, caminan cabizbajos con unas Ray-Ban Wayfarer negras y el pelo despeinado. No nos lo creímos en Dune, pero aquí sí. Y más aún si, durante la proyección al público, decide traer a su madre-pareja, Kylie Jenner (para los inexpertos: una de las Kardashian).
Hay dos Berlinales, y siempre he intentado quedarme con un poquito de cada una. Por eso, y con ánimo de ser rigurosa, seguiré a partir de aquí con un análisis más exhaustivo. Lo cierto es que, hasta ahora, una no puede dividirse. La oferta de esta edición hace que no quieras levantarte de la butaca en todo el día, especialmente teniendo en cuenta el gélido clima de Berlín en febrero. Si bien Hot Milk (Rebecca Lenkiewicz, Competición) no cumplió con las expectativas de un público exigente que esperaba una adaptación más fiel de la novela de Deborah Levy, el resto de los filmes están logrando levantar con creces los ánimos que la película inaugural, Das Licht (Tom Tykwer), dejó por los suelos. Quizás somos un poco exagerados, sí, pero estamos de acuerdo en que un festival de esta magnitud debe intentar sorprendernos, sea como sea. Y por eso precisamente, los aplausos a Bong Joon-ho por el filme antes mencionado, a Lucile Hadzihalilovic por La Tour de Glace y a Michael Franco por Dreams —ambas en Competición— pudieron escucharse desde las afueras del Berlinale Palast.
Aunque todavía quedan varios días de festival (cuando se publique la Turia en papel estará a punto de terminar), esta edición de la Berlinale ya tiene ese sabor especial que solo se consigue cuando llevas años viniendo y te conoces cada rincón del recinto como la palma de tu mano. Este es mi cuarto año aquí, y aunque el frío de Berlín en febrero sigue siendo el mismo, la magia del festival nunca se repite. Cada edición tiene sus propias joyas, sus momentos inesperados y sus pequeñas sorpresas escondidas entre las proyecciones, las colas interminables y las ruedas de prensa. Ya sé dónde está el mejor café para aguantar las maratonianas jornadas, qué salas tienen las butacas más cómodas y en qué esquinas esconderme para escribir mis impresiones entre película y película. Pero lo que nunca cambia es esa sensación de que, entre tanta oferta, siempre hay una película que te conmueve, que te hace sentir que valió la pena cada minuto de espera y cada madrugada. Este año, como en los anteriores, ya he encontrado algunas de esas joyas, pero sé que aún quedan más por descubrir. La Berlinale es así: un laberinto de cine en el que, aunque creas que lo has visto todo, siempre te sorprende. Y eso es, precisamente, lo que me trae de vuelta, año tras año.