CARLOS LÓPEZ OLANO: Al encender el ordenador después de una semana larga me doy cuenta de nuevo, de que me duelen las manos, los brazos, el cuerpo entero. Hace más de siete días que apaleo barro, que arrastro muebles destrozados, que manejo rastrillos y escobones junto a mi familia y mis vecinos de Picanya, en una calle que está tan sólo a unos metros del Barranc de Xiva –como se le ha llamado siempre en mi pueblo– del horror en forma de tsunami que llegó sin que nadie avisara, en la tarde del martes 29 de octubre.
Del universo brutal de caos y lodo que ha caído bruscamente sobre nosotros en estos días, destaco varias ideas clave: lo primero que por mucho que algo te afecte, siempre hay que mirar hacia los que lo están pasando peor. Porque las víctimas mortales, con ese tremendo balance que convierte la DANA del barranco del Poio en el fenómeno meteorológico más destructivo de la historia de nuestro país, ahora no son simples cifras. Son gente muy cercana: amigos, conocidos, vecinos. También están los que han perdido todo o casi todo: su casa, su negocio o su coche, que están ahora a mi lado, intentando recuperar la normalidad después del desastre, dándonos entre nosotros palabras de ánimo entre palada y palada. En segundo lugar destacaría también la solidaridad. No quiero caer en el tópico, pero es así como lo siento. Por casa han pasado, a pesar de las restricciones a la movilidad, decenas de amigos y familiares para echar una mano en lo que cada uno buenamente ha podido. Gracias a todos, de corazón. Y el domingo, cuatro jóvenes de Xàbia, cargados con palas y azadones, se asomaron a mi casa: ¿necesitáis ayuda? –Claro! Y durante toda la mañana trabajaron sin descanso, se organizaron, desatascaron una situación que me parecía inabarcable. Cuando le pregunté a uno de ellos que porqué lo hacía, me dijo que había padecido varias inundaciones en su pueblo, en su negocio, y que agradeció mucho que le ayudaran en ese momento. Ahora quería devolver el favor.
La historia se repite, ya lo sabemos. Pero no pensaba que tanto. La Riada del 57 afectó de lleno a mis padres y a mi hermano que era un bebé en esa casa de la calle Pintor Sorolla de Valencia, donde el agua llegó casi al segundo piso. El fango, ése que ahora he conocido tan bien, los dejó incomunicados durante días. Durante toda mi infancia muchos años después, se contaron en casa historias sobre ese suceso: cómo ataron la cuna de mi hermano a la mesa, para que en caso de necesidad flotara y pudiera así sobrevivir, aunque sólo fuera él; la falta de alimentos que duró demasiado tiempo; la solidaridad de los vecinos que alojaron durante semanas a los de las plantas bajas; la alegría cuando llegaron familiares desde Nules –tan lejos entonces– con garrafas de agua. Esa deuda hacia mis tíos, se recordó con agradecimiento durante años. Los carteles de “Hasta aquí llegó la Riada” se veían distintos cuando tu familia la había padecido en persona.
La crecida brutal pudo monitorizarse aguas arriba pero fallaron las comunicaciones, precarias en aquellos tiempos. Las líneas telefónicas saltaron, y no se pudo advertir a las autoridades para que previnieran a la población: que los vecinos subieran a los pisos altos, que cuidaran de los ancianos y dependientes. La cifra oficial fue de 81 muertos. No se la creyó nadie, claro. Las autoridades franquistas, que en breve lanzarían las campañas de 25 años de paz y la turística de Spain is different, minimizaron los efectos y las víctimas mortales.
Y aunque parezca mentira, aunque cueste creer que pudiera ocurrir, ahora ha pasado lo mismo. También en la gestión de la catástrofe desgraciadamente, porque inexplicablemente no se avisó hasta que era demasiado tarde. Cuando sonó la alerta que gestionaba la Generalitat, en mi pueblo el agua ya había saltado los pretiles y avanzaba por las calles sin control. En esta ocasión, no fueron las líneas telefónicas las que fallaron. Tanto AEMET como sobre todo la Confederación Hidrográfica advirtieron muchas horas antes de la emergencia, de la avenida de agua que estaba a punto de saltar todos los cauces en la comarca de l’Horta, donde, igual que en el año 57, no llovía. Si el sistema de alerta, responsabilidad clara del gobierno autonómico de Mazón hubiera funcionado, se hubieran evitado muchísimas víctimas. La gente no hubiera ido a trabajar o habría salido antes, no hubiera seguido con su vida, no le habría cogido la furia del agua descontrolada en la carretera. Pasaron horas hasta que se activó el mensaje. Es así de triste. Espero que ahora una investigación determine claramente quienes son los culpables, con nombres y apellidos, y que el presidente Mazón asuma sus responsabilidad política. Porque estamos ante un suceso que le ha costado la vida a muchas personas, que forma parte ya de la historia negra de nuestro país, que recordaremos durante años. Para rememorar la solidaridad y la corriente de empatía que suscitan las situaciones límite, pero también para buscar la responsabilidad de los que no supieron estar a la a la altura.