CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA: Uno de los grandes problemas de nuestro país es la escasa delimitación entre lo que se debería entender por cultura y entretenimiento. Y, más concretamente (porque estamos de acuerdo en que toda cultura es susceptible de entretener), entre cultura y ocio. No digamos ya si ese ocio va acompañado de la coletilla “nocturno”. Que es en la franja horaria en la que se desarrollan la mayoría de actividades culturales. Una confusión eterna, la de la cultura y el ocio aquí. Y un clamor si la comparamos con lo meridanamente claro que lo tienen en países de nuestro entorno, en los que las ayudas económicas al sector hacen que sea mejor ahorrarnos cualquier atisbo de comparación. Algunas de las estampas que nos está deparando este verano, además, claman por el agravio comparativo que suponen respecto a otros ámbitos: recintos escénicos dedicados a la cultura, ya sean cines, teatros o salas de música en directo, apremiados con unas medidas de seguridad draconianas (geles alcohólicos, distancia de seguridad incluso entre convivientes, mitad de aforo, mascarillas obligatorias, toma de datos personales) si las calibramos junto a la imagen que ofrecen playas, bares, restaurantes, pubs, discotecas, terrazas, ferias ambulantes, algunas plazas de toros andaluzas – atestadas de gente sin demasiada observancia de la normativa – y manifestaciones de negacionistas, conspiranoicos y demás ignorantes que se pasan por el arco del Triunfo cualquier medida de seguridad, pese a haber convocado sus
romerías con días de antelación y conocimiento de la delegación del gobierno pertinente. No es de extrañar que las discotecas hayan tenido que chapar momentáneamente por ley, ya que sí se han localizado decenas de contagios en sus pistas de baile, pero veremos también dónde quedan los permisos para que la música en directo que se interpreta en algunos locales – dependerá, según la licencia que tengan – pueda seguir sonando, pese a que a día de hoy son cero los contagios notificados en un evento musical, teatral o cinematográfico en todas España. Es la cultura como actividad siempre bajo sospecha, apenas merecedora de apoyo: un capricho de gente de malvivir, sin oficio ni beneficio, una tarea sin valor añadido que apenas merece protección. Cosas de titiriteros, bufones y músicos callejeros de tres al cuarto. Cosas de gente con ganas de farra, de emborracharse y drogarse, lo mismo da que hablemos de un concierto en una pequeña sala con pedigrí en la que se reúnen cincuenta almas que un festival veraniego y masivo en el que se juntan cuarenta mil personas. No se trata, obviamente, de que haya una conspiración contra la cultura. Es mucho más sencillo: ni se la contempla como industria. Asombra el desconocimiento que de ella prima.
También hay quien lleva la idiotez ya de serie: no hay más que ver el comportamiento de los inanes Taburete – en sintonía con la mayoría de su público: “ni una puta mascarilla”, ¿para qué? – o de los malotes Les Castizos, sendos ejemplos de descerebrados canallitas con muy poca gracia. En las situaciones difíciles es cuando asoma la pasta de la que todos estamos hechos, y estas semanas están siendo especialmente reveladoras. Son excepciones, en cualquier caso, que confirman la regla no escrita de que en todas partes cuecen habas, y que han recibido su correspondiente sanción mediática, esa que no hemos visto en otros ámbitos en los que se ha actuado con bastante más laxitud. Hay todo un sector cuya supervivencia está en juego. No es el único, obviamente. En una sociedad cada vez más egoísta e individualista, no extraña que cada cual clame por lo suyo. En su derecho están. Pero si hay consenso – desde marzo – en recalcar que seguramente sea el cultural, especialmente por lo que respecta a los espectáculos en vivo, uno de los sectores que más tarden en salir de este enorme atolladero por su propia naturaleza (que vive de congregar a cientos, miles de personas en un mismo espacio), tiene poco sentido que sea precisamente el que más palos se encuentra en las ruedas, aquí y ahora.